miércoles, 13 de agosto de 2014

Lauren Bacall


El día que ví por primera vez a Lauren Bacall en una pantalla dejé de jugar a indios y vaqueros y empecé a jugar a detectives californianos. Las chicas del Oeste enseñaban muslo y escote pre-wonderbra, pero no miraban como la “Flaca”, una mujer en blanco y negro que se movía como un gato de tejado, lucía una cabellera luminosa y orgánica, sonreía peligrosamente y fumaba mejor que Bogart.

Me rendí sin condiciones, como lo haría Humphrey cuando rodaron Tener y no tener, porque Bacall lo tenía todo, incluyendo esa voz profunda que combina mejor con los tragos en noches de charol,  timba y chantaje.

Era de un tiempo del Cine que no volverá, en el que cualquier imagen congelada de la película podía ser portada de Harper´s Bazaar, como ella lo fue con 17 años. El glamour de su década hace hortera todo el siglo XXI.

Sabía actuar en blanco y negro y en color, en intriga y en comedia, como hija de magnate, como mujer de magnate, como líder de una conjura para asesinar en el Orient Express, como madre de Barbra Streisand, ganándola de paso por la mano en carisma, gracia y finura interpretativa.

Fue viuda de Bogie, amiga de Spencer y Katherine, compañera de Marilyn. Aguantó diez años el talento y la sed de Jason Robards. Se mudó a Nueva York, donde su magisterio en Broadway era incuestionable. Hasta se despachó con dos papeles para Lars Von Trier y una intervención en los Soprano sin apenas despeinarse.

En 2009 le dieron un Oscar honorífico, de esos que tratan de enmendar las injusticias académicas y lo hacen, en cierto modo. Salió al escenario con la elegancia intacta, la que podía permitirse una estrella longeva que nunca se operó ni las patas de gallo, firme y hermosa como un viejo tigre.

En agosto de 2014, con casi noventa años, el último mito de Sunset Boulevard dejó de intimidarnos con aquella mirada irrepetible. Anoche, cuando me enteré de la noticia, salí al jardín, encendí un cigarrillo y me puse a silbar en su memoria.

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